Su origen es remoto y dudoso, se pierde en la honda noche de los tiempos como un recuerdo borroso y etílico en los cajones de la memoria. Sus inicios están marcados a fuego por felices encuentros y otros tantos desencuentros furiosos pero que, con la lumbre del baile de una llama azul, iluminaron la tierra de penumbra de la incertidumbre.
No está clara la cosa: ni cuando fue el primer duelo de miradas, ni cuando el primer beso. Tampoco se sabe el porqué, cuestión esta que permanece irresoluble a fecha de hoy para nuestros protagonistas. Es por esto que no celebran su aniversario sino que lo festejan a diario.
Se sabe, sin embargo, el dónde: fue en un vertedero de corazones ajados, un desguace de almas en pena y su condena no fue otra que su encuentro.
El señor MacGuffin le propuso un beso y la señora MacGuffin declinó la oferta amablemente. Luego vendrían otras reuniones en garitos y coincidencias en tugurios de mala muerte hasta que la señora MacGuffin, ante la insistente pesadez del señor MacGuffin, quién sabe si rendida a sus encantos ocultos y esquivos o aún por descubrir, accedió a cerrar los ojos y rozar sus labios con los de él. Debía ser febrero en la esquina de aquella cuesta que anunciaba y sellaba su despedida.
Vendrían después cafés, conversaciones, discusiones, intercambios de perspectivas y charlas infinitas sobre lo humano y lo divino hasta que, fruto maduro del azar que lleva a los humanos a arrejuntarse o por la plomiza tozudez del señor MacGuffin, habrían de ver juntos el amanecer en casa de él, vestirse de sombra y sueño, compartir el desayuno y consumar la alegre tragedia.
Luego serían muchas las veces que se querrían cómplices en la desgracia de haberse conocido. En la libertad de un contrato en blanco, sin redactar, pero que, poco a poco, fue tomando forma y fondo con acuerdos tácitos.
Su historia no ha sido un camino bordeado de flores, no siempre ha sido una primavera perenne en sus vidas, pero han aprendido a quererse de la mejor forma posible: con respeto y sinceridad.
